La noche previa me quedé dormido en un sillón viendo la televisión hasta tarde. Amanecí con el cuello torcido, un leve dolor en la parte de atrás de la cabeza y mucha pesadez en los ojos. Amodorrado y de malas, me arrastré hacia la regadera. Al salir, escogí la ropa del día y prendí la radio. Estaba anudándome la corbata –nunca me salía a la primera, siempre tenía que hacer tres o cuatro intentos– cuando dijeron que algo había pasado en Nueva York. Era poca la información, nada estaba confirmado, pero repitieron varias veces que “las imágenes” eran “impresionantes”. Picado por el morbo, puse la tele para averiguar de qué hablaban. Entonces vi que una de las torres del World Trade Center estaba en llamas porque un avión se había incrustado en ella. La estela de humo le daba un aire como de chimenea.
Recordando el 9/11
No llevaba ni dos minutos mirando la pantalla cuando explotó una bola de fuego en la otra torre. Recuerdo haber pensado, confundido: “¿Están repitiendo la escena inicial? ¿Pero por qué aparece ya incendiada la otra? ¿Esto son las noticias o es una película?”. Todo era desconcertante, ininteligible, batallaba para entender qué estaba pasando. Cuando por fin caí en la cuenta de que se habían estrellado dos aviones, de que no era un accidente sino un atentado, busqué por teléfono a mi novia y a un par de amigos. Intercambiamos algunos balbuceos, atónitos. Luego anunciaron que también el Pentágono estaba bajo ataque. ¿Qué? ¿Quién puede atreverse a desafiar de ese modo, en su propio suelo, a Estados Unidos? ¿Y por qué? Llamé a la oficina para avisar que iba tarde. “Nadie ha llegado”, me respondió la secretaria, “todos están llamando igual que tú”.
Tenía 23 años, era mi primer trabajo en forma. Había cursado la universidad a finales de la década de los noventa. A mi generación le tocó llegar a la mayoría de edad más o menos entre la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, y ese día: el 11 de septiembre de 2001. Nos formamos, en más de un sentido, en la inocencia de esa larga década embalada entre dos siglos, uno que acabó temprano y otro que empezó tarde.
Fue la década del “fin de la historia” (Francis Fukuyama) al “choque de las civilizaciones” (Samuel Huntington); de la primera a la segunda guerra del golfo; de Chechenia, los Balcanes y Ruanda; de Bill Clinton y Boris Yeltsin, de Fujimori y Menem, de Rabin y Mandela; del multiculturalismo, el neoliberalismo y el neoconservadurismo; de Michael Jordan, Andre Agassi, Mike Tyson, Romario, Ronaldo, Raúl, Figo, John Elway y Sammy Sosa; de El Silencio de los Inocentes, La Lista de Schlinder, la trilogía de Kieslowski, Jurassic Park, Forrest Gump, Pulp Fiction y Titanic; de Beverly Hills 90210, Los Simpsons, Seinfeld, Friends y Beavis and Butt-head; de los CDs, las PCs y el internet.
En México, fue la década de Salinas y Zedillo; del TLC y la rebelión zapatista; de los asesinatos del cardenal Posadas, de Colosio y Ruiz Massieu; de los arrestos del Chapo Guzmán y de Juan García Abrego; de la reforma a la Suprema Corte y la creación del INE; de la crisis del 94 y el “efecto tequila”; de la derrota de Fernández de Cevallos por la Presidencia y la victoria de Cuahutémoc Cárdenas para jefe de Gobierno de la Ciudad de México; del nacimiento de Reforma y el adiós de Jacobo Zabludobsky; de los premios Nobel de Octavio Paz y Mario Molina; de Luis García, Carlos Hermosillo, el “matador” Hernández, Cuahutémoc Blanco y Jorge Campos; de Café Tacuba, Selena, Caifanes, Luis Miguel, Soda Stereo, Molotov, Grupo Límite, Maná y Shakira.
Fue una década que tuvo mucho de edad de la inocencia –de grandes cambios y esperanzas– pero que llegó a su fin muy abrupta y violentamente. Comenzó prometiendo más mercados, paz y democracia; terminó desembocando en más desigualdad, guerras y securitización. El 11 de septiembre de 2001 fue el último día de nuestra juventud.
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